Por Nathália Clark

¿Cómo explicar a un niño que no hay que tener miedo a la lluvia, cuando vemos que más de 1.200 personas murieron a causa de las inundaciones causadas por tempestades en Nepal, la India y Bangladesh en los últimos meses? ¿Cómo decir que no hay que temer al viento, cuando vemos a ciclones como Harvey, en los Estados Unidos, dejar al menos 18 muertos y decenas de heridos en solamente dos días a su paso por el estado de Texas? ¿Cómo intentar llevar una vida normal, como si todo estuviera en regla, cuando, en Brasil, 1.296 ciudades están en situación de emergencia debido a extremos como sequías e inundaciones?

¿Cómo convencer a los habitantes del hemisferio Sur de que no serán afectados por los eventos que acontecen en el hemisferio Norte y viceversa, si todos esos desastres están, sí, conectados? ¿Cómo seguir calificando de “naturales” a los fenómenos, eximiéndonos de nuestra responsabilidad, cuando sabemos que las acciones humanas son las principales intensificadoras del calentamiento global? ¿Cómo decir que el mundo está sano cuando seguimos quemando combustibles fósiles incluso sabiendo desde hace décadas que son los mayores emisores de los gases que provocan el efecto invernadero en la atmósfera?

La causa común de los desastres que ocurren en este momento en todos los rincones del mundo es sólo una: el cambio climático. Cuanto más se intensifican las emisiones, el planeta se calienta más, haciendo que el régimen de lluvias sea cada vez más irregular, afectando al nivel y la temperatura del mar, y causando impactos socioambientales irreversibles. Y nosotros, los humanos, tenemos, sí, una parte importante de culpa en todo esto. Directa o indirectamente. Sea por la acción, de aquellos que insisten en usar fuentes contaminantes para la producción de energía, o por la inacción, de aquellos que no impiden que eso suceda.

En el caso del sur de Asia, los países allí sufren a menudo inundaciones durante la estación del monzón, entre junio y septiembre. Pero las agencias internacionales de ayuda humanitaria dicen que este año las cosas han sido peores, con miles de pueblos devastados, personas desamparadas, refugiadas lejos de sus casas, privadas de comida y agua limpia durante días. En los Estados Unidos, según estimaciones, más de 6 millones de personas se ven impactadas por el huracán Harvey, que fue anunciado como el fenómeno natural – pero no mucho – más potente en afectar al país en 13 años y el huracán más intenso de Texas desde 1961. Más de 1.200 milímetros de agua cayeron en dos días sobre Houston, la capital del petróleo. Irónicamente, la mayor refinería del país, ubicada en la ciudad texana de Port Arthur, también tuvo que cerrar las puertas por la inundación.

Pero los fenómenos de semejante potencia no surgen de la nada. En contacto con los mares calientes, los ciclones crecen hasta volverse devastadoras tempestades. Y el mar de Texas estaba entre 2 y 7 grados por encima de lo normal antes de la llegada de Harvey. Eso significa que más agua se evaporó durante la tormenta y más lluvia cayó sobre las personas que estaban en la costa. Por eso se intensificó tan rápido, pasando de tormenta tropical a huracán de categoría 4, con vientos de aproximádamente 200 km/h. Además de eso, como una reacción en cadena, la fuerza de la tempestad aumenta aún más el nivel del mar, que ya ha crecido al menos 30 cm desde la década de 1960 en el Golfo de México.

Inundación en Marechal Deodoro, Brasil (Foto: Rita Moura/Folhapress).

 

Ya en Brasil, según los datos divulgados por el Ministerio de Integración Nacional, desde comienzos de año, un cuarto de los municipios brasileños pidieron auxilio al gobierno federal debido a las fuertes lluvias en el sur del país y a una de las sequías más severas registradas en el noreste. La mayor parte de las situaciones de emergencia (71%) son a causa de la sequía y la temporada seca. El 29% restante tiene como causa las tempestades, las inundaciones, los torrentes y los desprendimientos.

En mayo, las lluvias en Maceió mataron a ocho personas y dejaron sin hogar a miles. Ya en Fortaleza, la sequía afectó a 900.000 habitantes. La capital, Brasilia, que sufre racionamiento de agua y ya ha pasado 100 días sin lluvia, está en estado de emergencia desde febrero. En Paraíba, 196 de las 223 ciudades sufren de sequía. En total, el Ministerio de Integración dice haber transferido 200 millones de reales a ciudades en situación de emergencia para acciones de socorro, asistencia humanitaria, restablecimiento de servicios y recuperación de estructuras dañadas.

Como se ve, las alteraciones en el clima no excluyen a nadie, en ninguna parte del planeta. Argentina, que posee una de las mayores reservas de gas de esquisto del mundo, en la región de Vaca Muerta, en la provincia de Neuquén, también ha sufrido los impactos de los cambios climáticos. En marzo, una fuerte ola de calor mató a decenas de terneros en la provincia de La Pampa. Según el veterinario que evaluó a los animales muertos en una de las haciendas de la región, sufrieron ataques cardíacos provocados por la exposición continua a elevadas temperaturas, que alcanzaron los 40oC en una época en la que la media es de 16oC.

Becerros muertos por ola de calor en Argentina (Foto: Reprodução G1).

 

Un planeta más caliente, con océanos más calientes, hace que sean más probables eventos de intensificación rápida y rara, aumentando la ocurrencia de desastres extremos, y volviendo corrientes lo que antes era ocasional o estacional. No es “natural” que millones de personas sufran las consecuencias de las acciones de algunos, que priorizan el lucro al bienestar de la población. No podemos naturalizar la muerte. Sea la de los familiares, los vecinos o la del mundo tal cual lo conocemos.

Negar o ignorar la ciencia no nos prepara física, psicológica o financieramente para lidiar con los desastres y desafíos climáticos que hemos vivido de manera cotidiana en diversas regiones. Para frenar esas catástrofes, debemos parar ahora la industria de los combustibles fósiles, impidiendo que continúe situando el carbón, el petróleo y el gas por encima de la supervivencia de la propia humanidad.

Eso significa que ya no puede haber ningún pozo para la explotación de esos combustibles, ni nuevos ni ya existentes. También significa que los gobiernos del mundo tienen que asumir la responsabilidad por el cambio climático, creado y poniendo en práctica políticas de resiliencia y adaptación para todas las ciudades, además de iniciar una transición urgente hacia fuentes de energía renovable que sean justas, libres y accesibles, en todos los sectores de la economía. Esto hay que hacerlo ya. Antes de que sea demasiado tarde.