Cuando los líderes mundiales se reúnan en Nueva York este otoño para discutir sobre el cambio climático, decenas de miles de personas (entre las que tal vez te encuentres tú) estarán allí para exigirles que tomen medidas antes de que sea demasiado tarde.
Por Bill McKibben
21 de mayo de 2014
Artículo originalmente publicado en inglés en la edición norteamericana del 5 de junio de 2014 de la revista Rolling Stone.
Ésta es una invitación. Una invitación a venir a Nueva York. Una invitación para todos aquellos quequieran demostrarse a sí mismosy a sus hijos que sí les importa un comino la mayor crisis a la que nuestra civilización se ha enfrentado jamás.
Artículo de Bill McKibben sobre las aterradoras matemáticas del calentamiento global
Mi pronóstico es que la gente acudirá por decenas de miles, y que Nueva York verá la mayor manifestación hasta la fecha de la determinación humana frente al cambio climático. No hay duda de que tendrá su parte emocionante –¿A quién no le gustaría marchar, cantar y llevar una inteligente consigna a través de los cañones urbanos de Manhattan?–, pero, ante todo, se trata de un asunto tremendamente serio, un momento clave en la lucha cada vez mayor de los seres humanos frente al calentamiento global (antes de que sea demasiado tarde y todo lo que podamos hacer sea sentarnos a mirar). Se trata de algo que contarás a tus nietos, suponiendo, claro, que ganemos la batalla. Así que marca en rojo en tu calendario los días 20 y 21 de septiembre, y luego te explico.
Desde que está al mando de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon es plenamente consciente de que no estamos haciendo ningún progreso como planeta para reducir el cambio climático. Presidió las fracasadas negociaciones sobre el clima de Copenhague (Dinamarca) en 2009 y no ignora que las perspectivas no son mucho mejores para el “próximo Copenhague”, la Conferencia sobre el Cambio Climático de diciembre de 2015 en París. Con el fin de incentivar estas conversaciones, invitó a los líderes mundiales a una cumbre sobre el clima, que tendrá lugar en Nueva York a finales de septiembre.
Peroocurre que estos “líderesmundiales” no han sido auténticos líderesen lo que se refiere al cambio climático (al menos, su liderazgo en esta materia no ha sido suficiente). Como muchos de nosotros, han cumplido con la parte fácil, pero no han guiado al mundo por uncamino verdaderamente nuevo. BarackObamaes el ejemplo perfecto. Es cierto que impuso nuevos estándares de kilometrajeen los coches, pero tambiénha dado luz verde ala extracción de petróleoy ala minería del carbón en vastasfranjas de territorio, lo que convertirá a los Estados Unidos en el mayor productor mundial depetróleo, dejando atrás a ArabiaSaudí yRusia.
Exactamente igual que otros líderes mundiales, Obama ha hecho esfuerzos, pero estos son claramente insuficientes. En declaraciones a The New Yorker en una entrevista a principios de este año dijo: “A fin de cuentas, no somos sino parte de una largo relato. Tratamos, simplemente, de escribir nuestro párrafo correctamente”. Y también: “Creo que somos afortunados por no tener que enfrentarnos hoy a crisis tan graves y de tanto alcance como las que vivieron Lincoln o Roosevelt”.
La verdadera historia de Obama y el cambio climático (en inglés)
Y sin embargo, nada más lejos de la realidad: la crisis a la que nos enfrentamos no es menor que cualquiera a la que se haya podido enfrentar un presidente estadounidense en el pasado. Así es como el párrafo de Obama se escribe hasta ahora. Desde que asumió la presidencia, la concentración estival de hielo marino en el Ártico ha desaparecido en su mayoría y la fusión del casquete polar antártico avanza inexorablemente, según afirmaron los científicos en el mes de mayo, con un aumento previsto del nivel del mar de más de tres metros en el horizonte. Los investigadores han descubierto el impacto de los cambios en el equilibrio químico de los océanos: el agua marina es un 30% más ácida que hace apenas cuatro décadas, lo que ya está causando serios problemas a las criaturas en la base de la cadena alimenticia marina. Los Estados Unidos han sufrido en 2012 el año más caluroso de su historia, con gran parte de la cosecha de maíz echada a perder por la dura sequía. En estos momentos, uno de los mayores estados de la unión, California, sufre los rigores de una sequía como nunca se había visto desde la llegada de los europeos. En Nueva York, pocas manzanas al sur de los edificios de la ONU, el huracán Sandy convirtió el barrio del Lower East Side en un brazo más del East River. Y esto sólo en los Estados Unidos. Científicos internacionales publicaron, a principios de esta primavera, un informe de 32 tomos explicando exactamente cuánto va a empeorar la situación:básicamente, mucho más de lo que habían imaginado. No es que los científicos sean alarmistas: es que los resultados que arroja la ciencia son alarmantes. Un científico de Princeton resumió la situación a los periodistas de un modo muy gráfico: “Somos carne de cañón”.
La distancia que hay entre “Somos carne de cañón” y “No nos enfrentamos a una crisis” es el abismo que existe entre la acción a medias y el máximo esfuerzo, aquel que puede marcar la diferencia. El abismo entre cambiar las bombillas y cambiar un sistema que terminará por aniquilarnos.
En un mundo racional, no sería necesaria una manifestación. En un mundo racional, los políticos hubieran hecho caso a los científicos cuando dieron la voz de alarma por primera vez hace 25 años. Pero en este mundo, la razón, después de haber ganado la batalla de los argumentos, va camino de perder la guerra. La industria de los combustibles fósiles, por tratarse tal vez de la empresa más rica en la historia humana, ha sido capaz de retrasar la adopción de medidas eficaces hasta el punto de casi ser ya demasiado tarde.
Por eso, porque vivimos en el mundo en el que vivimos, tomar las calles se antoja muy necesario. Necesario, pero no suficiente: la lucha contra la expansión de los combustibles fósiles tiene un centenar de frentes abiertos en todo el mundo, desde la implementación de energías alternativas, como la colocación de paneles solares, a presionar para que las universidades y otras instituciones de educación superior se deshagan de sus inversiones en empresas de hidrocarburos o hacer campaña en las elecciones por candidatos con convicciones y propuestas realmente verdes. Cierto, las marchas no siempre funcionan: durante los primeros días de la guerra de Irak, fueron millones las personas que protestaron en las calles sin éxito inmediato alguno. Pero también hay momentos en los que han resultado providenciales: gracias a ellas terminaron la Guerra de Vietnam y la segregación racial en los Estados Unidos. Sin ellas, tampoco se explica el éxito de la campaña en favor del desarme nuclear en la década de 1980 que reunió a medio millón de personas en Central Park (Nueva York). Aquella gigantesca concentración, así como toda la campaña previa, generaron un ambiente del que luego se empapó el planeta entero (por sorprendente que esto parezca en la era Reagan). El resultado fue que a mediados de la década el adalid conservador proponía al presidente de la Unión Soviética, Mikhail Gorbachov, el desmantelamiento conjunto del arsenal nuclear.
Lo que quiero decir es que a veces se puede coger el zeitgeist del pescuezo y darle una pequeña sacudida. Por el momento, la sensación generalizada es que ninguna solución llegará a tiempo. Lo peligroso es que este sentimiento está a punto de convertirse en una profecía autocumplida. Como he escrito en estas mismas páginas en alguna ocasión anterior, la industria de los combustibles fósiles posee cinco veces las reservas necesarias para llevar el planeta a la ruina ecológica. Si nada lo impide, este descorazonador panorama es sólo cuestión de tiempo: la industria seguirá explotando los yacimientos mientras los gobiernos se limitan a emitir tímidas protestas sobre lo rápidas que van las cosas. Un movimiento fuerte, que otorgue a nuestros “líderes” el permiso para ejercer un liderazgo real y les obligue a asumir la responsabilidad de hacerlo, es la única esperanza que tenemos de revocar esa profecía.
Un movimiento fuerte es, necesariamente, un gran movimiento. La lucha contra los combustibles fósiles encuentra eco en todos los rincones de nuestra sociedad, liderada en gran medida por cuantos luchan por la justicia medioambiental: gente desfavorecida, a menudo en comunidades de color, que han sufrido muy directamente las terribles consecuencias del imperio de los combustibles fósiles. Son, en los Estados Unidos, los supervivientes de los huracanes Sandy y Katrina y del vertido de British Petroleum (BP) en el Golfo de México en 2010. Son las personas cuyos hijos salen del jardín de infancia llevando consigo inhaladores para el asma porque viven junto a refinerías de petróleo. Son las personas que han visto sus hábitats convertidos en meras explotaciones de recursos energéticos. Y, en el extranjero, son aquellas personas cuyos países están sencillamente desapareciendo.
En más de una ocasión en el pasado, sindicatos y ecologistas han mantenido diferencias irreconciliables. Pero esta vez, los sindicatos de trabajadores del sector sanitario, del transporte público, de la educación superior, del trabajo doméstico y la construcción planean acudir a la manifestación de este septiembre, conscientes de las escasas oportunidades laborales que ofrece un planeta muerto. Los sindicatos del sector energético aplauden los potenciales puestos de trabajo que generaría la instalación a gran escala de paneles solares y una “adecuada transición” de los combustibles fósiles a las energías limpias. Así lo resume una de las pancartas que recorrerá las calles de Nueva York: “CLIMA y EMPLEO. DOS CRISIS, UNA SOLUCIÓN”.
Por esas mismas calles marcharán también clérigos y laicos, provenientes de sinagogas, iglesias y mezquitas, clamando: “Si algo nos enseña la Biblia es que tenemos que cuidar el mundo que Dios nos ha entregado”. Y, junto a ellos, científicos interpelando a los mandatarios: “Llevamos un cuarto de siglo advirtiéndoles. ¿Qué parte exactamente no han entendido?”
Y acudirán también, no lo dudo, estudiantes de todos los rincones del país. ¿Quién mejor que ellos sabe cómo lidiar con largos trayectos en autobús o las incomodidades de dormir en una colchoneta en el suelo? ¿Y quién mejor ya que es su propio futuro el que está en juego? Están en el frente mismo de batalla, sufriendo arrestos en las universidades de Harvard y Washington por exigir que las instituciones de educación superior se deshagan de sus acciones en la industria de los combustibles fósiles y sacudiendo el establishment con tal fuerza que la Universidad de Stanford, que recibe donaciones por valor de casi 19 000 millones dólares, acaba de renunciar a sus importantes inversiones en el sector del carbón. De modo que no cabe preocuparse por “la juventud de hoy en día”: sabe cómo organizarse al menos tan bien como la de los años sesenta.
Y tampoco faltará la clase media norteamericana, el ciudadano medio estadounidense que aún puede beneficiarse de combustibles fósiles baratos, pero que simplemente no puede soportar ver cómo el mundo camina hacia su destrucción. Los que nos formamos parte de esa franja miramos a nuestro alrededor y vemos que el precio de los paneles solares se ha reducido en un 90% en apenas unas décadas, y comprendemos que no será fácil cambiar nuestra economía y abandonar el carbón, el gas y el petróleo, pero sabemos que siempre será más fácil que lidiar y enfrentarnos a temperaturas que ningún ser humano ha experimentado antes. Tenemos muchas propuestas –¡Apliquemos una tasa sobre el carbono! ¡Implementemos la energía mareomotriz!–, pero sabemos que ninguna de ellas se hará realidad a menos que nos pongamos manos a la obra. Ésa es nuestra labor hoy: trabajar para lograr el cambio que la física y el planeta nos están pidiendo a gritos. No más hermosas palabras ni páginas web repletas de ingenio. Necesitamos acciones. Y las necesitamos ahora.
Hay un atisbo de esperanza en el fin de la era de los combustibles fósiles. Las piezas están dispuestas, ya no para un proceso lento y lineal, como hasta ahora, sino para un cambio real, rápido y efectivo. Si Alemania es capaz de generar en un día soleado la mitad de su energía a partir de los paneles solares y Texas, de producir un tercio de su electricidad a partir de la fuerza eólica, es que la tecnología no supone ya un obstáculo. Las piezas están dispuestas, sí, pero no se mueven por sí solas: necesitan de la acción humana, de los movimientos sociales. Es cierto que la sutileza no es su fuerte y que son incapaces a veces de contemplar cada detalle de esta compleja transición, pero, con suerte, la presión que ejercen sobre el sistema podría derribar el muro de dinero que bloquea el progreso con la misma fuerza con que el tifón Haiyan se ceba en una choza filipina. Esto no es mera oratoria: si nuestra resistencia fracasa, la tierra sufrirá tifones cada vez más fuertes. Convéncete: el tiempo para preservar algo del Holoceno se nos está agotando. Pero aún hay esperanza. Por eso septiembre es tan importante.
Nuestra resistencia está adoptando formas cada vez más diversificadas, locales y centradas en cuestiones prácticas: solicitar la modificación de un determinado plan de uso del suelo, la puesta en marcha una huerta solar, convencer a los miembros de una parroquia de la necesidad ética de vender sus acciones de BP… Pero hay determinadas ocasiones en que debemos unirnos para mostrar al mundo la fuerza cada vez mayor de este movimiento. Nuestra próxima gran cita es a finales de septiembre en Nueva York. No lo olvides: allí nos vemos.