Hace ya veintiún años, en 1989, publiqué el que muchos consideraron el primer libro sobre calentamiento global dirigido a un público no especializado. Una de las reseñas más interesantes del mismo apareció en el periódico Wall Street Journal. Cabe decir que fue una evaluación ponderada y juiciosa. El crítico decía que “el asunto tratado es importante, su enfoque sugerente y el señor McKibben expone sus argumentos de forma convincente”. Y este interés no era en absoluto excéntrico, pues el presidente Bush padre por aquel entonces anunciaba que estaba planeando “combatir el efecto invernadero con el efecto Casa Blanca”.
Tengo serias dudas de que el Wall Street Journal vaya a decir lo mismo de mi nuevo libro cuando salga publicado en las próximas semanas, y tengo por seguro que ninguno de los posibles candidatos presidenciales del Partido Republicano podría ni por asomo reconocer que los seres humanos están contribuyendo al calentamiento del planeta. Sarah Palin se refiere a la investigación científica sobre el clima como algo parecido a una medicina de curanderos; y la semana pasada la cámara legislativa del estado de Utah, en una osada iniciativa que emula las gestas del valiente rey Knut [jefe vikingo del s. XI, n. del t.], aprobó una resolución votada casi en bloque en la que se condenan “las actividades deliberadamente organizadas con el propósito de manipular los datos sobre la temperatura planetaria para que acaben reflejando un calentamiento global”.
Sin embargo, por alguna razón, el ataque contra la investigación científica sobre el cambio climático jamás había sido tan tremendo, y sus efectos –al menos en Estados Unidos de Norteamérica– más obvios: cada vez menos estadounidenses creen que los humanos favorezcan el calentamiento del planeta. Es en parte por esto que el Congreso no se siente obligado a tomar en consideración el estudio y aprobación de algún tipo de legislación para combatir el calentamiento global; y como resultado de éste fracaso, cualquier progreso encaminado a diseñar algún tipo de acuerdo internacional sobre cambio climático tiene pocos visos de llegar a consumarse.
La negación del cambio climático como un remedo del juicio a O.J. Simpson
La campaña contra la investigación científica sobre el cambio climático ha sido llevada con gran inteligencia y ha sido tremendamente eficaz. Conviene detenerse a examinar cómo lo han conseguido. Para explicarlo no se me ocurre otra analogía más feliz que la del juicio a O.J. Simpson, un acontecimiento que poco a poco ha ido desdibujándose en nuestra memoria colectiva. Sin embargo, para aquellas personas que siguieron el caso en 1995, creo que bastará con pronunciar unos pocos nombres para recuperar el hilo de la historia. ¿A alguien le suena Kato Kaelin? ¿Y un tal Lance Ito?
El equipo de ensueño de abogados reunido para la defensa de Simpson tuvo que hacer frente fundamentalmente a un problema: estaba claro como el agua que el tipo al que defendían era culpable. Sus calcetines estaban empapados de la sangre de Nicole Brown, y esto no era más que el principio de la historia. De modo que Johnnie Cochran, Robert Shapiro, Alan Dershowitz, F. Lee Bailey, Robert Kardashian y todos los demás decidieron enfocar la defensa atacando el proceso mismo, recurriendo al argumento de que éste ponía en duda la culpabilidad de Simpson, y una duda era lo que les hacía falta para tratar de salir airosos de ese brete. A partir de aquí se centraron en cosas tales como el examen minucioso de cómo Dennis Fung había transportado las muestras de sangre o en el hecho de que el detective de Los Angeles Mark Fuhrman pudiera haber utilizado un lenguaje racista en una conversación con un guionista allá por el año 1986.
A falta de otra cosa, se las agenciaron para disponer de una montaña de evidencias. A medida que el pajar va acumulando una cantidad cada vez más grande de heno, la probabilidad de hallar agujas ocultas en su interior va disminuyendo. Independientemente de lo que estuvieran buscando, trataban de que cada vez abultara más. Por ejemplo, en su argumentación final, Cochran comparó a Fuhrman con Adolf Hitler y le calificó nada menos que de “racista genocida, perjuro, la peor pesadilla de Estados Unidos y la personificación del mal”. Aunque formalmente este mensaje iba dirigido al jurado, muchos de cuyos miembros tenían buenas razones para desconfiar del departamento de policía de Los Angeles, en realidad el equipo de abogados pretendía instilar dudas en la muchedumbre de estadounidenses que seguían el juicio por televisión. Esto es lo que acaba ocurriendo cuando uno dedica una semana tras otra a escarbar en todas las gritas de un caso, sin importar lo minúsculas que éstas sean.
De un modo muy parecido, el fenomenal cúmulo de evidencias que aporta la investigación científica sobre el cambio climático, que confirman su existencia más allá de toda duda razonable, constituye para muchos un acicate para aquéllos que, por razones de muy diverso tipo, pretenden negar que el problema de mayor envergadura al que jamás nos hemos enfrentado sea realmente un problema. Si usted examina un informe de tres páginas, es poco probable que lo encuentre insufriblemente aburrido o que contenga una gran cantidad de errores. Pero, ¿qué ocurre si el informe de marras tiene trescientas páginas (la extensión del último informe de Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático, PICC)? En este caso va a ser mucho más fácil hallar algún error que permita hincarle el diente.
Entre los varios errores que cometió el PICC figuraba la inclusión de una fecha espuria acerca de la desaparición de los glaciares himalayos. No ocurrirá en el año 2035, como indicaba el informe; esta información ha tenido tal difusión en Internet que ha hecho olvidar otra evidencia innegable: con intensidad variable, prácticamente todos los glaciares del planeta se encuentran en proceso de deshielo.
Del mismo modo, si usted consigue accede a les 3.000 correos electrónicos de la cuenta de un científico, puede que encuentre algunos que puedan comprometerle con algún comportamiento censurable, o en los que lo que se dice pueda ser objeto de crítica. Esto es lo ocurrió con el escándalo del llamado “clima-gate”, ocurrido en un centro de investigación británico el pasado otoño. El científico inglés Phil Jones ha sido suspendido de sus funciones mientras su universidad decide si le impone alguna sanción por, entre otras cosas, no ajustarse a la ley de libertad de información.
Llamémosle el Mark Fuhrman de la investigación científica sobre el clima; ataquémosle reiteradamente y quizá consigamos que la gente deje de fijarse en la incómoda montaña de evidencias sobre el cambio climático que los investigadores de todo el mundo han recopilado de forma fehaciente. En realidad, podríamos tratar de armar el mismo lío que montó Johnnie Cochran; es precisamente lo que hizo el congresista Republicano por Wisconsin, James Sensenbrenner, cuando concluyó que los correos electrónicos citados eran la prueba de cargo del “fascismo científico” imperante, a la vez que el negacionista del cambio climático Christopher Monckton tildaba de “jóvenes hitlerianos” a sus oponentes. Este lenguaje va calando. Actualmente estoy sometido a una dieta diaria de correos electrónicos desabridos, que a menudo en el asunto del mensaje exhiben imprecaciones como la que me llegó ayer mismo: “Nazi tarado cabrón”.
Pero si uno actúa con inteligencia también puede sacar provecho de las afortunadas oportunidades que a veces se presentan. Tomemos el ejemplo de las desmedidas tormentas de nieve que azotaron Washington DC recientemente. No importará si este fenómeno natural desatado constituye precisamente una de las cosas que los científicos han ido prediciendo a partir del hecho constatable de que el calentamiento global provoca un aumento del vapor atmosférico. Bastará simplemente con que esta super-nevada provoque que cualquier ciudadano despotrique contra el calentamiento global.
Para un activista político talentoso como, pongamos por caso, Marc Morano, que mantiene una página web que recoge datos sobre el clima, las nevadas masivas de este invierno han representado la mejor oportunidad para colgar un centenar de posts en los que se burlaba de la idea de que aun hubiera gente que pudiera seguir creyendo en cosas tales como la Física. Morano, que es un tipo realmente ingenioso, incluyó un enlace en su web que conectaba con una cámara que estaba grabando en vivo y que permitía que los lectores pudieran ver la nieve caer. Mientras tanto, su anterior jefe, el senador republicano por Oklahoma James Inhofe, tenía a sus nietos construyendo un iglú a los pies del Capitolio con un letrero que rezaba: “La nueva casa de Al Gore”. Este es el tipo de cosas que quedan grabadas en las mentes de la gente. Si el invierno no ayuda, haz de la necesidad virtud.
Por qué no queremos creer en el cambio climático
Los negacionistas del cambio climático disfrutan de algunas ventajas importantes. Gracias a que Exxon Mobil y a muchos otros están seriamente interesados en desacreditar la investigación sobre el cambio climático, sus think tanks disponen de ingentes cantidades de dinero, sin que ninguno de estos recursos se haya destinado a realizar investigaciones para refutar científicamente el cambio climático. Para este conglomerado de intereses lo realmente útil es disponer de una cadena de televisión, la Fox, aunque para el movimiento negacionista acaso tenga más relevancia la existencia de unos cuantos tabloides británicos de derechas que se encargan de amplificar el estruendo de cada nuevo “escándalo” e inocularlo a la dinámica mediática.
La mejor prueba de que estos tipos son unos auténticos genios a la hora de realizar su trabajo lo prueba que en el mes de febrero incluso el New York Times publicara una noticia en primera página con el título: “Los negacionistas descubren errores en los resultados del Panel sobre el Clima de Naciones Unidas”; el artículo era un compendio reciclado de las acusaciones vertidas en los últimos meses. Lo que constituyó el súmmum de su habilidad para colar este tipo de noticias en medios como el Times fue la fuente citada por el periódico: un tal Christopher Monckton, o lord Monckton, como él prefiere que le llamen, algo así como un vizconde británico. Entre sus méritos no era menor el de identificarse como “antiguo consejero de Margaret Thatcher” y el de haber redactado un artículo para el American Spectator en la etapa en el que ella era primera ministra en el que ofrecía sus recetas sobre “la única forma de detener el SIDA”: “(…) realizar análisis regulares a toda la población y (…) poner en cuarentena de por vida a todos los portadores de la enfermedad. Todos los miembros de la población tendrán que hacerse un análisis de sangre mensualmente (…) Todos aquellos que se hayan contagiado, incluso en el caso de que sólo sean portadores, deben ser aislados de forma obligatoria, inmediata y permanente”. Pues este hombre habla con la misma propiedad y buen sentido de los asuntos climáticos.
Sin embargo, el éxito de los negacionistas climáticos no radica única ni principalmente en la disponibilidad de recursos y en el fácil acceso a los medios de comunicación. En realidad no están gastando todas sus reservas financieras, sino que tienen a su servicio legiones de entusiastas voluntarios que despliegan una incesante actividad proselitista y de presión a través de Internet sin cobrar un céntimo. Su éxito es indiscutible, puesto que han conseguido que su mensaje esté en la agenda de las principales discusiones políticas del momento con mucha más habilidad y fuerza categórica de la que son capaces de exhibir los expertos ecologistas. Han entendido muy bien la rabia popular contra las élites. Han sabido sacar provecho del hecho de que esta animadversión de los más desfavorecidos esté muy extendida en Estados Unidos, así como de la sospecha generalizada de que existen fuerzas ocultas que escapan a nuestro control que actúan en perjuicio de todos nosotros.
Pero no hay que perder de vista que, en parte, todo esto no es más que una estrategia partidista. Por poner un ejemplo, el columnista David Brooks afirmó recientemente: “Por una parte, comparto completamente la posición de las autoridades científicas, según la cual el calentamiento global es algo real y que tiene un componente humano. Por otro lado, siento una especie de escalofrío de placer cuando me entero de que hay alguna evidencia que contradice los modelos (…), en parte porque disfruto mucho cuando intuyo que cabe la posibilidad de que Al Gore aparezca como un imbécil”. Pero la pasión con la que la gente ataca a Al Gore a menudo parece concentrase en el hecho de que éste ingrese grandes sumas de dinero por sus inversiones en energías no contaminantes, y de que detrás del ecologismo no hay otra cosa que el deseo de unos pocos de enriquecerse con esta patraña. Puede que esto no sea así (Al Gore ha declarado bajo juramento que todo lo que gana con sus inversiones ecológicas lo dona para la causa), y no cabe duda de que los científicos que investigan el cambio climático no se están haciendo ricos (aunque en muchos blogs se afirme siempre lo contrario), pero al final esto es lo que mucha gente retiene. Recibo muchos correos electrónicos diarios que siempre apuntan a lo mismo: “Se te ha acabado el chollo. Sabemos lo que haces”.
Cuando digo que esto es lo que al final acaba reteniendo mucha gente me refiero literalmente a mucha gente. Los abogados de O.J. Simpson tenían ante sí el reto de convencer a un jurado compuesto mayoritariamente por mujeres negras del centro de la ciudad de Los Angeles, cinco de las cuales informaron de que ellas o sus familias habían tenido “experiencias negativas” con la policía. De modo que había una predisposición a aceptar ciertas tesis. Cuando se trata del calentamiento global, también somos muy receptivos a ciertas ideas, puesto que nuestro estilo de vida se fundamenta en producir el dióxido de carbono que está en el centro de la trifulca; y porque nos gusta llevar este tipo de vida.
Son muy pocas las personas que desean un cambio realmente significativo en su estilo de vida, y se aferran a la posibilidad de no tener que cambiarlo. Y más aún si hacerlo podría resultar caro para sus bolsillos; y más aún en un momento de desplome económico. Miren qué dice David Harsanyi, columnista del Denver Post: “Para que los que sostienen la existencia del cambio climático pudieran pedir al país –o al mundo– que remodelara a fondo su economía y para que pudieran solicitar a los ciudadanos que modificaran a fondo sus estilos de vida, tanto la fiabilidad como las evidencias que estarían obligados aportar deberían ser absolutamente inexpugnables”.
“Absolutamente inexpugnables” fija el listón en un nivel inalcanzablemente alto cuando existe un ejército de asaltantes que trabaja a destajo. Es cierto que todos cuantos deseamos ver algún tipo de esfuerzo nacional e internacional para combatir el cambio climático tenemos la obligación de preservar el valor de que lo que cuenta es la verdad científica. Esto está empezando a ocurrir. Hoy podemos encontrar cada vez más páginas web y aplicaciones iPhone con información clara y fiable que da cumplida respuesta a cada una de las zafiedades de los negacionistas; y resulta muy interesante ver cómo el esfuerzo de ir rebatiendo cada una de esas tesis va contribuyendo a reforzar la posición basada en el rigor: si uno se zambulle en el informe del PICC, que abarca varios volúmenes, y va desmenuzando cada uno de sus detalles y compara sus afirmaciones con tres o cuatro citas negacionistas infames, lo que de ahí resulta es una evidencia clara de que se trata de un trabajo básicamente preciso.
Sin embargo, también está claro que es un error querer escudarse únicamente en el magisterio de la Ciencia para tratar de evitar la discusión, por muy montaraz que ésta pueda llegar a ser, en el plano la Política. Es un error puesto que la ciencia puede –y, de hecho, debe– ser puesta en cuestión permanentemente. La ciencia consiste en un proceso de discusión que no se detiene, y es por eso que a mucha gente le parece que se está siendo deshonesto cuando alguien se empeña en afirmar que la verdad científica está “fijada”. Esto es particularmente cierto cuando la gente es consciente de que durante muchos años se le ha dicho que determinado alimento es bueno para la salud y al cabo de un tiempo se le dice que en realidad puede ser un factor que aumente el riesgo de muerte.
Por qué no basta con los datos
Trabajo en el Middlebury College, una escuela de artes liberales de primer nivel, de modo que estoy rodeado de gente que discute constantemente. Es algo divertido. Una de las mejores argumentaciones escépticas para con el calentamiento global que conozco proviene de un programa de radio semanal conducido por dos estudiantes de licenciatura que se emite desde la radio de nuestro campus. Son escépticos, pero no son unos cínicos. Cualquiera que esté metido en serio en el mundo de la ciencia sabe que hoy tenemos suficientes conocimientos como para poder emprender acciones para hacer cosas, pero que no conocemos todo lo que nos gustaría saber. Siempre surge el problema de cuánto es necesario saber para poder decir algo con algún grado de certeza. Es vivir en el filo de la navaja. Ciertamente, yo no voy a darle la espalda a la investigación científica; en 350.org hemos dedicado los dos últimos años a construir lo que la revista Foreign Policy ha calificado como “la mayor recopilación global coordinada” de datos realizada hasta ahora sobre cuál es el nivel de carbono atmosférico que los científicos afirman que es seguro, medido en partes por millón.
Pero aún hay otra razón por la que se puede decir que es un error centrarse sólo en la ciencia. Puede que la ciencia sea lo que conocemos acerca del mundo, pero la política es qué es lo que pensamos y sentimos sobre el mundo. Y las sensaciones cuentan tanto como el conocimiento. Sobre todo cuando estas sensaciones son válidas. A la gente se la ha estado engañando. Se siente desarmada ante enormes poderes que, en este momento, escapan a su control. La rabia está justificada.
De modo que tratemos de pensar cómo hablar de todo esto. Observemos a Exxon Mobil, que en cada uno de los tres últimos años ha ganado más dinero que cualquier otra empresa en la historia desde que el dinero es dinero. Su modelo de negocio tiene como componente esencial utilizar la atmósfera como sumidero abierto para el dióxido de carbono, que es un inevitable subproducto del combustible fósil que vende. Y permitimos que lo haga sin coste alguno por su parte. No paga un céntimo en compensación por el daño potencial que pueda causar al mundo.
Actualmente hay una ley en el Congreso de Estados Unidos –llamada “cap-and-dividend”– que de aprobarse gravaría a Exxon por poder ejercer su derecho a contaminar y el dinero recaudado se repartiría mensualmente entre todos los ciudadanos de país. Sí, claro, la empresa nos cargaría el sobrecoste en la gasolinera, pero aun así el 80% de los estadounidenses saldrían ganando (todos excepto las rentas más altas, que son grandes despilfarradoras de combustible). Esto es hacer buena ciencia, puesto que empieza a enviar una señal de que habría que dejar en el garaje los vehículos de gran cilindrada, pero a la vez es hacer buena política.
Pero si alguien piensa que aquí hay gato encerrado, está en lo cierto. Y para hacerse una idea cabal del asunto sólo hace falta seguir la pista del dinero de las contribuciones a las campañas de los políticos que bailan el agua a las grandes empresas energéticas. ¿Saben cuánto han ingresado las arcas de Inhofe, el tipo del iglú? En los dos últimos ciclos electorales, más de un millón de dólares procedentes de ejecutivos y empresas del sector energético. Si alguien piensa que Al Gore está ganando dinero con sus inversiones en energías no contaminantes, le recomiendo que revise qué se gana dirigiendo una empresa petrolífera.
¿Está usted preocupado por si alguien puede hacer que usted viva peor en el futuro? Tiene motivos para estarlo, sin duda. Actualmente, China se está preparando para tener una posición de dominio en el mercado de las energías no contaminantes. Están realizando inversiones que se traducirán en molinos de viento y paneles solares, de modo que incluso algunos de los que se instalarán en Estados Unidos probablemente procederán de las fábricas de Chenzhou, no de las de Chicago.
Las empresas de carbón ya han eliminado la mayor parte de los puestos de trabajo mejor pagados mediante la automatización de la actividad extractiva con el fin de obtener mayores beneficios. Una de sus grandes ocupaciones actuales es la utilización de su capacidad de influencia política para asegurarse de que los hijos de los mineros en el futuro no consigan levantar turbinas de viento que puedan hacerles sombra. Así que todos deberíamos estar realmente enojados, no sólo los científicos que investigan el cambio climático.
Pero démonos cuenta de que todo este miedo y toda esta rabia no son las únicas sensaciones provocadas por esta situación. Sin duda son sentimientos poderosos, pero no son los únicos que albergamos. Y no necesariamente son los que mejor nos definen.
También existe el amor, cuya fuerza a menudo ha provocado cambios a gran escala, y es un sentimiento que les está particularmente vedado a los cínicos. El amor por la gente pobre de todo el mundo, por ejemplo. Si alguien cree que esto no es real es que no ha ido a la iglesia últimamente, en particular a las iglesias evangélicas de todo el país. La gente que se toma en serio el góspel también se toma en serio el hecho de que es importante alimentar a los que pasan hambre y dar cobijo a los que no tienen casa.
Cada vez se hace más patente que nada amenaza más estos objetivos que el aumento del nivel de los mares y de la desertificación como consecuencia del cambio climático. Es por esto que el ecologismo religioso se están convirtiendo en uno de los componentes más eficaces del movimiento contra el calentamiento global; es por esto que el pasado mes de octubre pudimos escuchar cómo centenares de iglesias hicieron redoblar sus campanas 350 veces simbolizando el dato aportado por los científicos de que ése es el nivel seguro de CO2 en la atmósfera; es por esto que Bartolomé, patriarca de la iglesia ortodoxa y líder espiritual de 400 millones de cristianos orientales, dijo: “El calentamiento global es pecado y las 350 campanadas son una acto de redención”.
También existe el amor profundo por la creación, por el mundo natural. Hemos nacido para estar en contacto con el mundo que nos rodea pero, aunque gran parte de la modernidad crea diseños que nos aíslan de la naturaleza, esto no está funcionando. Cada vez que el mundo natural irrumpe en nuestras vidas –una puesta de sol, una hora en el jardín– nos damos cuenta de que nos interesan cosas que van más allá de nuestro mundo inmediato. Es por esto que, por ejemplo, los Boy Scouts y las Girl Scouts son tan importantes: lleve a cualquier persona a un bosque a una edad en la que aún sea impresionable y logrará un efecto muy peculiar y poderoso. Es por esto por lo que es arte y la música tienen que formar parte de nuestras vidas, del mismo modo que necesitamos gráficos de barras y diagramas circulares sobre los datos del mundo. Cuando en 350.org hacemos activismo sobre el cambio climático tratamos de asegurarnos de que lo realizamos en los lugares más maravillosos que conocemos, para que la iconografía coadyuve a que las personas se reconecten con su historia, su identidad y su esperanza.
La gran ironía del asunto radica en que los negacionistas del cambio climático has prosperado insistiendo en que sus oponentes son unos radicales. Pero en realidad todos aquellos que trabajan para evitar el calentamiento global son profundamente conservadores, e insisten en que deberíamos dejar el mundo del modo más parecido posible a cómo nos los encontramos. Ésta es la definición de radical: doblar la cantidad de carbono en la atmósfera sólo porque no estás completamente convencido de que va a resultar desastroso. Antes de acudir a los tribunales queremos despejar todas las dudas posibles, pues cualquier hombre inocente encarcelado constituye un escándalo intolerable, pero habiendo dejado esto bien sentado debemos hacer todo lo posible en pro de la conservación.
A largo plazo, los negacionistas del cambio climático perderán; no serán más que una nota al pie de la historia (incluso O.J. Simpson ha terminado en la cárcel). Pero perderán porque perderemos todos, puesto que al retrasar que pasemos a la acción nos habrán impedido tomar las decisiones necesarias cuando aún estamos a tiempo de hacer algo. Si queremos cambiar las cosas mientras sea posible hacerlo, es importante que entendamos que el problema de fondo no radica en su escepticismo. Ellos simplemente sacan provecho de nuestra arraigada resistencia a los cambios. Esto es lo que da a fuelle a los cínicos para puedan campar a sus anchas. Esto es lo que debemos superar, pues en el fondo esta batalla tiene más que ver con el coraje y la esperanza que con los simples datos.
Bill McKibben es autor de una docena de libros, el último de los cuales aparecerá publicado con el título: Earth: Making a Life on a Tough New Planet (Times Books, abril de 2010). Ejerce como profesor en el Middlebury College, Vermont. Pueden hallarse archivos de audio en los que pone en evidencia a los negacionistas del cambio climático en: tomdispatch.com.