Publicado anteriormente en Yes! Magazine

Por Bill McKibben

La física puede imponer una claridad vigorizante en el mundo, normalmente turbio, de la política. Puede hacer las cosas más simples. No fáciles, sino simples.

La mayoría del tiempo, las políticas públicas suponen una serie de concesiones: impuestos más altos o menos servicios, más regulación o más libertad de acción. Tratamos de equilibrar nuestras preferencias: para tomarnos una cerveza después del trabajo y para estar sobrios al conducir. Nos encontramos en algún punto intermedio, nos comprometemos, concedemos. Tendemos a pensar que estamos haciendo lo correcto cuando todos quedan algo insatisfechos.

Pero cuando se trata del cambio climático, el problema esencial es que es que no se trata de las preferencias de un grupo contra las de otro. No se trata—en el fondo—de un caso de la industria contra los ecologistas, o de los Republicanos contra los Demócratas. Se trata de la gente contra la física, lo que significa que el compromiso y la concesión no funcionan. Hacer cabildeo con la física es inútil; seguirá haciendo lo que hace.

Aquí están los números: Tenemos que mantener bajo tierra el 80% de las reservas conocidas de combustibles fósiles. Si no lo hacemos—si extraemos el carbón, el petróleo y el gas y los quemamos—sobrecargaremos los sistemas físicos del planeta, calentando la Tierra mucho más allá de la línea roja trazada por los científicos y los gobiernos. No se trata de “deberíamos hacerlo”, o “sería sensato hacerlo”. Es más fácil: “tenemos que hacerlo”

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Y podemos hacerlo. Hace cinco años, “mantenerlo bajo tierra” era una idea novedosa. Cuando los ecologistas hablaban de políticas climáticas, era casi siempre desde el punto de vista de reducir la demanda. A nivel individual: cambie su bombilla. A nivel gubernamental: pongan un precio al carbono. Estas son ideas excelentes, y están progresando lenta, pero continuamente (más lentamente en los Estados Unidos que en el resto del mundo, pero eso es lo normal en este caso). Con el tiempo, reducirían gradual pero poderosamente las emisiones de carbono.

Tiempo es, sin embargo, precisamente lo que no tenemos. La pasada primavera superamos niveles de CO2 en la atmósfera de 400 partes por millón; 2015 fue el año más caluroso jamás registrado, destrozando el récord establecido en… 2014. Tenemos que abordar este problema desde ambos extremos, atacando la oferta tanto como la demanda. Tenemos que dejar los combustibles fósiles bajo tierra.

La mayor parte de ese carbón, petróleo y gas—la mayor parte de ese dinero—se concentra en unos cuantos depósitos subterráneos de carbono enormes. Hay petróleo en el Ártico y en las arenas bituminosas de Canadá y Venezuela, así como en el Mar Caspio; hay carbón en Australia Occidental, Indonesia, China y en la cuenca del Río Powder; hay gas para extraer mediante fractura hidráulica (fracking) en Europa del Este. Llamamos a estas zonas “bombas de carbono”. Si explotan—si se extraen y se queman—destruirán el planeta. Por supuesto, también podrían llamarlas “pozos de dinero”. Un montón de dinero—ese carbón, petróleo y gas podrían valer más de 20 billones de dólares, quizás más.

Por eso hay gente que dice que la tarea es simplemente imposible—que no hay manera de que los barones del petróleo y los reyes del carbón dejen esas sumas bajo tierra. Y por supuesto no lo harán voluntariamente. Fíjense en los hermanos Koch, por ejemplo: están entre los mayores adjudicatarios de arenas bituminosas de Canadá y han presupuestado casi 900 millones de dólares en gasto político en 2016, más que los Republicanos o los Demócratas. Porque ellos dejarán de estar entre los hombres más ricos del planeta si ese petróleo se queda bajo tierra.

Pero de hecho, no es una tarea imposible. Hemos empezado a revertir la situación, y de manera notablemente rápida.

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Si ustedes entienden la lógica de la campaña para Mantenerlos Bajo Tierra (Keep it in the Ground), por ejemplo, entenderán la lógica de la pelea contra el oleoducto Keystone. Los comentaristas dijeron que se trataba de “tan sólo un oleoducto”, pero los esfuerzos para bloquearlo supusieron que la expansión de las arenas bituminosas de Canadá se ralentizara súbita y drásticamente. Los inversores, inseguros de que alguna vez llegaran a exisitir maneras rentables de traer más de ese petróleo al mercado, quitaron decenas de miles de millones de dólares de la mesa, incluso antes de que el precio del petróleo empezara a bajar. Hasta ahora, sólo el 3% del petróleo en esas arenas bituminosas ha sido extraído; la bomba continúa ahí, si bloqueamos los oleoductos cortamos la mecha.

Y las mismas tácticas están funcionando también en el resto del mundo. En Australia había una presión incesante de los grupos indígenas y científicos del clima para bloquear la que habría sido la mayor mina de carbón del mundo en el Valle de Galilea, en Queensland. Los activistas hicieron que los planes se retrasaran lo suficiente para que otras personas presionasen a los bancos en todo el mundo para que retirasen la financiación de la gigantesca mina. En la primavera de 2015, la mayoría de las mayores instituciones financieras del mundo se había comprometido a no dar préstamos para que la excavación, y para el verano la compañía minera estaba cerrando oficinas y despidiendo a su personal de planificación.

El dinero, de hecho, es una parte fundamental de la estrategia de Mantenerlos Bajo Tierra. En el otoño de 2012, estudiantes, líderes religiosos y otros activistas lanzaron una campaña por la desinversión en la industria de los combustibles fósiles en los Estados Unidos, apoyada por 350.org (una organización de la que soy co-fundador), que se extendió rápidamente a Australia y Europa. El argumento era simple: Si Exxon y Chevron y BP y Shell piensan extraer y quemar más carbono del que el planeta puede soportar, no son compañías normales.

Si su plan de negocios va a destruir el planeta, entonces tendremos que romper lazos con ellas.

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Al principio, las instituciones que se sumaron eran pequeñas. El minúsculo Unity College de Maine fue el primero, vendiendo las acciones de la industria de los combustibles fósiles en su cartera de 13 millones de dólares. Pero la campaña aceleró tan rápido porque las cuentas eran muy claras y la física irrefutable. Ahora universidades desde Stanford hasta Oxford, desde Sydney hasta Edimburgo, se han sumado, señalando que no tiene sentido educar a los jóvenes mientras destruyen el mundo que habitan. Lo mismo para asociaciones médicas en muchos continentes, que argumentan que no se puede aparentar estar interesado en la salud pública si inviertes en compañías que la destruyen. Lo mismo con la Iglesia Unida de Cristo y los Unitarios y las Iglesia de Inglaterra y los Episcopalianos, que insisten en que cuidar la creación es incompatible con tal destrucción.

Estas desinversiones están dañando directamente a las compañías—Peabody, el gigante del carbón, dijo formalmente en 2014 a sus accionistas que la campaña estaba afectando al precio de las acciones y haciendo más difícil la recaudación de capital. Pero incluso hay más, han llevado la necesidad de mantener el carbono bajo tierra desde los márgenes hacia el corazón del sistema. El Fondo de los Hermanos Rockefeller comenzó a desinvertir sus acciones en combustibles fósiles, mientras que el Deutsche Bank, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional han comenzado a avanzar por el mismo camino. Un mes después del anuncio de Rockefeller, el gobernador del Banco de Inglaterra dijo en una conferencia que la “inmensa mayoría” de las reservas de carbono son “inquemables”, advirtiendo sobre “activos obsoletos” masivos. Intentar salir de esta “burbuja de carbono” es una de las razones por las que estos enormes fondos están, ahora, empezando a desinvertir. El Sistema de Pensiones de los Empleados Públicos de California, por ejemplo, perdió 5.000 millones de dólares antes de ver la luz y empezar a vender sus acciones.

Pero la lucha continúa siendo extremadamente dura porque los políticos están muy acostumbrados a hacer lo que pidan las compañías petroleras. De hecho, sólo unos días después del, en teoría, histórico acuerdo climático de París, la administración de Obama y el Congreso dieron a la industria del petróleo un regalo que llevaban mucho tiempo esperando: el fin de la prohibición por 40 años de exportar petróleo crudo. Estamos avanzando (en cierta forma fue un logro, por ejemplo, que la precavida Hillary Clinton se posicionara contra el petróleo del Ártico), pero no lo suficientemente rápido.

Es por ello que, esta primavera, el movimiento climático se reunirá en los lugares donde están tantas de estas bombas de carbono como sea posible, en resistencia pacífica masiva diseñada para ralentizar la extracción de combustibles fósiles, pero aún más para dirigir los reflectores hacia estos depósitos masivos y remotos. Los líderes, como siempre, serán las comunidades locales que están en la primera línea de batalla. Algunos del resto de nosotros viajaremos a estos lugares; otros se manifestarán ante embajadas y bancos para que la misma idea quede clara. Porque una vez que los hayamos marcado como peligros mortales en el mapa mental del planeta, nuestras posibilidades de ganar crecerán.

Si usted aún es escéptico, piense en lo que ocurrió en el Amazonas después de que los científicos del mundo, en los años 80, identificaran la selva como algo absolutamente necesario para la supervivencia del planeta. Para sorpresa de muchos, el gobierno de Brasil actuó para ralentizar la deforestación. Sus esfuerzos no tuvieron un éxito total, pero mantuvieron esos árboles en la tierra, de la misma forma en la que nosotros tenemos que mantener el petróleo debajo de ella.

Y tenemos un par de ventajas en esta pelea que los brasileños no tenían. Para empezar, eran un país pobre. Muchas de las bombas de carbono están en países más ricos, como Canadá, los Estados Unidos y Australia; podemos permitirnos vivir sin ellas.

Y algo más importante, parece que no vamos a tener que ganar esta lucha para siempre. Eso se debe a que las alternativas a los combustibles fósiles se están abaratando cada día que pasa. El precio de un panel solar ha caído más del 70% en los últimos seis años. Esa es una amenaza mortal para los magnates de los hidrocarburos. Saben que tienen que instalar la nueva infraestructura en los próximos años. Si pueden construir esos oleoductos y minas, entonces durante los próximos 40 o 50 años podrán obtener el carbono lo suficientemente barato como para competir (y para destruir el planeta). Si no pueden—si conseguimos contenerlos por tan sólo unos cuantos años más—entonces habremos hecho que la transición a una energía limpia sea irreversible.

No sé si vamos a ganar esta lucha a tiempo. El torrente de datos científicos sobre el daño que ya se ha hecho me perturba. Pero sé que ahora estamos luchando en todos los frentes. Y el más importante es el más simple: Podemos, y debemos, y vamos a mantener ese carbón, ese gas y ese petróleo bajo tierra.